Quizá fueron los panqueques de dulce leche, chocolate crujiente y crema los que ayudaron a cerrar un trato tentativo, el caso es que según especula The Economist los dos líderes se han puesto de acuerdo en dos cosas: un poco de turbio mercantilismo y un acuerdo para negociar un acuerdo en 90 días. China aumentaría sus compras agrícolas, de energía y otros productos industriales. A cambio, Trump pondría freno a la prometida escalada arancelaria sobre 250.000 millones de dólares en productos made in China, cuya subida del 10 al 25% estaba prevista para el 1 de enero.
China parece dispuesta (e incluso interesada) a comprar más soja y productos manufacturados. Incluso, Pekín podría dar luz verde a instituciones financieras americanas Pero ni hartos de empalagosos panqueques, nadie en Trumpolandia debe pensar que China va a desmantelar su capitalismo de amiguetes, su entramado de empresas públicas o permitir la entrada de compañías tecnológicas americanas (entre otras cosas por el creciente autoritarismo digital ejercido por el régimen chino virtuoso a la hora de construir muros, también en Internet).
Para explicar por qué Trump ahora está dispuesto a entenderse con China hay que fijarse en su propio interés político. La reciente inestabilidad bursátil, la subida de tipos de interés y el anunciado despido del 15% de la plantilla de General Motors, han forzado al presidente a reconsiderar su equivocado repudio de los déficits comerciales bilaterales en un mundo donde las cadenas de suministros son cada vez más globalizadas. Sin buenas perspectivas para la economía de EE.UU. y más luz sobre su complicada trastienda, se confirma el gran oportunista sin principios que es Donald Trump.