El consenso nixoniano hacia China pasaba por vincular desarrollo económico y liberalización política. Con la esperanza de que, en algún momento, los propios chinos reclamasen un gobierno legítimo y los beneficios del binomio capitalismo-democracia. El problema es que China se ha convertido en la segunda economía del mundo sin erosionar, más bien lo contrario, el férreo control que ejerce su régimen comunista.
La República Popular China insiste en que no se trata de una aberración temporal y que las autocracias pueden ser tan buenas como las democracias a la hora de promover el crecimiento económico. O incluso mejores, según los apologistas prochinos que llegan hasta las páginas de Foreign Affairs justo cuando es mayor la presión del nacional-populismo y más alarmante que nunca el ímpetu de las «dictocracias».
Si el gran editor Henry Luce –nacido en 1898 en China, donde estaba destinado su padre como misionero presbiteriano– retornase desde el paraíso de los grandes visionarios periodísticos para poner un nuevo gentilicio a los tiempos que corren, ya no hablaría del Siglo Americano. Tendría que considerar la posibilidad de un Siglo de China. Aunque sea carente de valores, sin respeto por sus vecinos, ajeno a la democracia, contrario a la libertad e incapaz de reconocer la dignidad humana y sus derechos fundamentales.