El siglo perdido del islam

En el repaso sumario que el Santo Padre hizo ayer de los focos de guerra en el mundo, en su tradicional mensaje navideño para rezar por la paz, el único país que citó del hemisferio occidental fue Venezuela. El resto de las crisis bélicas -comenzando por la de Israel y Palestina, el llamado proceso de paz que para hacer honor a su nombre no puede interrumpirse- se situaron en el corazón del mundo musulmán. Hoy Siria, Yemen y Libia, en su día el Líbano y Argelia. ¿Quién se atreve a mantener aún que esos conflictos son solo restos atávicos del colonialismo europeo o de la guerra fría? Basta adentrarse tímidamente en cualquiera de esas crisis para advertir que son ante todo luchas fratricidas por afán de poder, inspiradas por ideologías políticas que tienen el islamismo como tronco común. La yihad terrorista que merodea por Occidente es un solo una descarga periódica de ese torbellino de pasiones que rompe en las metrópolis.

No siempre fue así. Durante más de un siglo, el mundo musulmán aceptó su retraso con el mundo europeo, y trató de adaptar la tradición islámica a los adelantos científicos y políticos de Europa. La traumática desaparición del califato turco tras la Primera Guerra -que mantenía su autoridad religiosa y psicológica sobre todo el islam- produjo un hondo vacío, que enseguida cubrió el islamismo político, la afirmación de que «el islam es la solución», y la determinación de islamizar las sociedades árabes, si era preciso con el uso de la fuerza.

El año tótem para los estudiosos es 1928. Ese año nació en Egipto el movimiento de los Hermanos Musulmanes, de cuyo costado nacerían -según Samir Khalil Samir- todos los movimientos radicales posteriores. El fundador fue Hassan al Banna (1906-1945). El «profeta», Sayyid Qutab, colgado en agosto de 1966 por Náser. Hoy, Al Qaida, los talibanes y el autodenominado Estado Islámico, tratan de ser tan solo alumnos aventajados de esa doctrina alucinante, que tiene acomplejados a la mayor parte de los eruditos del Corán.