Nada puede justificar el triste final en Estambul del conocido disidente saudí. Jamal Khashoggi fue víctima de un asesinato de Estado macabro y chapucero hasta el extremo, que solo se explica desde la autocomplacencia de un régimen autócrata que se considera blindado por su potencial económico y geopolítico. Pero de ahí a considerar al exenemigo declarado del Hederedero saudí como héroe de las libertades, o modelo de virtudes, media un abismo.
Khashoggi fue tenaz en la defensa de sus ideas, que primero le acercaron al régimen de los Saud y luego le alejaron por completo. Pero siempre mantuvo cercanía con la ideología islamista y nunca dejó de justificar la yihad, la guerra santa, y el terrorismo suicida de quienes se sienten muyahidines; primero en la causa de los afganos contra los soviéticos –fueron los años de amistad del corresponsal de guerra saudí con su compatriota Osama bin Laden– y siempre con la causa de los palestinos contra Israel.
Khashoggi no fue ni liberal ni «progre» de izquierdas. Fue, eso sí, un feroz enemigo de la monarquía de los Saud, pero recordaba con nostalgia al Rey Faisal, que en los años 70 encabezó la lucha del bloque árabe contra Israel. La simpatía y compromiso de Khashoggi con el movimiento terrorista palestino Hamas estaban fuera de dudas. También su cercanía a los islamistas Hermanos Musulmanes, y no precisamente al ala más moderada. Su ideología fue la que respiran los yihadistas en Oriente Próximo y en las «banlieue» y prisiones de Occidente, en eso que ha venido a denominarse «proceso de radicalización» de jóvenes desarraigados, desde Estrasburgo hasta Vancouver.