Al repasar la biografía de George Herbert Walker Bush –el presidente número 41 fallecido en Houston a los 94 años– resulta difícil imaginarse mejores cualificaciones. Distinguida hoja de servicios en la Segunda Guerra Mundial, congresista, embajador en Naciones Unidas y representante diplomático en China, presidente del Comité Nacional Republicano, director de la CIA y vicepresidente durante ocho años con Ronald Reagan. Y sin embargo, cuando finalmente llegó su gran oportunidad, terminó como un presidente de transición, incapaz de renovar mandato.
En el frente internacional, para cuyo desempeño diplomático estaba mejor preparado que nadie, Bush Sr. tuvo que hacer frente al final de la Guerra Fría: incluida la disolución de la Unión Soviética y la unificación de Alemania. Además de orquestar una prudente victoria en la primera guerra del Golfo Pérsico. Sin embargo, una dolorosa crisis económica y un voto fracturado por Ross Perot terminaron por costarle la reelección. Aunque con el consuelo relativo de ver como su hijo, George W. Bush, se convertiría en presidente después de Bill Clinton.
Dentro de las categorías tradicionales de la política americana, Bush padre era un republicano de country club. Es decir, un moderado que contrastaba con las políticas más conservadores de Reagan. Por eso, cuando perdió en 1992, el Partido Republicano empezó a abandonar sus posiciones más centristas hasta terminar por difuminarse en la estela del nacional-populismo de Trump. Según explicó a su biógrafo Jon Meacham, «estoy perdido entre la gloria de Reagan y las tribulaciones de mis hijos».