No obstante, la situación en las dos naciones, en las que formalmente está instalado un régimen democrático y liberal, no dista mucho de la de los estados fallidos, como demuestra el compulsivo deseo de emigrar a los Estados Unidos por parte de su población. No se trata solo de garantizar el derecho al asilo de los miles de miembros de las caravanas, como decretó ayer un juez norteamericano; ni de establecer vías seguras para su peregrinaje, que siempre será penoso y desesperado. El problema debe enfocarse con honestidad y sentido común. Contribuir a que Honduras y El Salvador mejoren sus condiciones internas y frenen así la onda expansiva de la emigración es mucho más sencillo, por poner un ejemplo, que resolver en un santiamén la guerra en Siria para evitar el éxodo de sus habitantes hacia Europa.
Honduras no supera los 9 millones de habitantes. El Salvador cuenta con poco más de 6 millones. Los dos países viven desde hace al menos una década sumidos en la crisis económica, producto de la guerra, la corrupción y un sistema económico anacrónico. La puntilla a la pobreza está representada por el dramático clima de violencia, que protagonizan las maras, las bandas del crimen y los cárteles de la droga. Tanto Honduras como El Salvador tienen el dudoso honor de encabezar las listas mundiales en número de crímenes por habitante.
Un «Plan Marshall» para Centroamérica sería, sin duda, la mejor contribución de Estados Unidos a la resolución del problema de su llamado «patio trasero». Y, aunque parezca paradójico, una Administración conservadora como la de Trump está en mejores condiciones de hacerlo que una demócrata.